En el universo de las cataratas, el dios es el diablo y el silencio un desconocido. Aquí la jungla susurra pero el agua retumba como en ningún otro lugar. En nuestra mente lo hace un nombre: Iguazú.
Al noroeste de la provincia argentina de Misiones, remontamos el cauce del río Paraná entre la espesura de la selva misionera, las ruinas jesuitas y el legado guaraní rumbo a la Triple Frontera. En la ciudad de Puerto Iguazú, las aguas del río homónimo se unen a las del Paraná para formar este conocido trifinio compartido por paraguayos, brasileños y argentinos.
Dos ríos, tres fronteras
El mirador fronterizo está decorado con puestos de artesanía local, banderas y paneles que explican al viajero la importancia de este enclave geográfico. Estamos a las puertas del Parque Nacional Iguazú (67.620 hectáreas), formado por 275 ruidosos saltos en medio de un entorno selvático que conserva 2.000 especies de plantas, 160 de mamíferos y 530 de aves.
En el santuario del yaguareté (jaguar), del coatí, el tucán o el yacaré (caimán) se hablan tres idiomas (castellano, portugués y guaraní) y el último rastro de asfalto se encuentra en Puerto Iguazú (56.933 habitantes).
La ciudad argentina, situada a 17 kilómetros de las cataratas, recibe dos vuelos desde Madrid a la semana, operados por Air Europa. El parque nacional registró el año pasado 1,5 millones de visitantes. Nos adentramos en el corazón de la jungla paranaense para descubrir su mayor tesoro: las cataratas de Iguazú. Entrada: 13 euros.
¿Nacional o temático?
En 1541 el español Álvar Núñez Cabeza de Vaca, intrigado por el ruido ensordecedor que se propagaba entre el Bosque Atlántico, exploró el territorio de las tribus guaraníes hasta descubrir lo que se convertiría en uno de los enclaves turísticos más importantes de Argentina.
La primera impresión del viajero al llegar a Iguazú es la de entrar en un parque temático, con souvenirs, filas de turistas y trenecitos que se internan en el recinto. Todo esto se diluye al tomar el Sendero Verde.
En ese momento se entrega a la sinfonía de la selva, donde irrumpe la urraca, se pasea en familia el coatí y los caminos se pierden entre el follaje del curupay, el laurel blanco o el barayú. Sombrero, gafas de sol, agua y crema solar son obligatorios para lidiar con los más de 30 grados y el sol rojizo. A la humedad del 80% ya se va acostumbrando uno poco a poco, pero no a los turistas, por lo que conviene madrugar.
Un caudaloso torrente
A la distancia se percibe el estruendo del agua y su neblina asomándose entre las copas de los árboles. Aún no hemos avistado ninguna cascada, pero sabemos que están presentes.
El Parque Nacional Iguazú cuenta con una extensa red de senderos de 19 kilómetros que conforman el área de las cataratas. El Circuito Inferior nos lleva hacia el cañón del río Iguazú, una frontera natural salvaje entre Argentina y Brasil. A medida que aumenta el estruendo del agua, la selva se abre y revela desde el precipicio la impresionante panorámica de las cataratas.
A lo lejos se encuentra la Garganta del Diablo, una inmensa cortina de agua en forma de U con 82 metros de altura y 700 metros de longitud. Un homenaje al agua y la gravedad. En este extenso torrente de 2,7 kilómetros de saltos, destaca la isla de San Martín y la cascada del mismo nombre, donde las embarcaciones de Iguazu Jungle (40 euros) rocían a sus pasajeros.
Dos tercios de estas corrientes pertenecen a Argentina. El Circuito Superior nos permite contemplarlas desde lo alto y el de la Garganta del Diablo nos permite sentir la pulsación del abismo.
La Garganta del Diablo es un abismo acuático en forma de U, con 82 metros de altura y 700 metros de longitud; es el punto más visitado del parque.
De la tranquilidad a la máxima violencia. Después de cruzar el puente sobre el aún apacible río Iguazú, se llega al lugar más visitado del parque. Aquí el ruido se vuelve ensordecedor: el río choca contra la roca; esa lluvia constante que refresca tanto a los turistas como a los vencejos de cascada que sobrevuelan estos acantilados.
Este mirador se asoma a la Garganta del Diablo, al abismo y al hipnótico ritmo del río que se precipita desde lo más alto de la selva paranaense. En otras palabras, una de las siete maravillas naturales del mundo.